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La princesa descalza

julio 5, 2011

Hace un par de noches, leyéndole a Gabriela un cuento a ver si tenía a bien dormirse, nos encontramos con un dibujo en el que el dueño del gato con botas besaba a la princesa con la que se iba a casar. Oír la palabra «princesa», plantar su regordete índice  sobre la susodicha y soltar un «nena» (que es como se refiere ella a sí misma) fue todo uno. Luego señaló al muchacho a punto de pegar el gran braguetazo, y mirándome a los ojos me deshizo como un azucarillo en agua caliente musitando «papi».

Tus ojos me recuerdan / las noches de verano / negras noches sin luna, / orilla al mar salado, / y el chispear de estrellas / del cielo negro y bajo. / Tus ojos me recuerdan / las noches de verano. / Y tu morena carne, / los trigos requemados, / y el suspirar de fuego / de los maduros campos. (Antonio Machado)

Efectivamente, su papi bebe los vientos por ella, así que ella hace con su papi lo que le da la real gana. Pero no se lo tengo muy en cuenta, porque me consta que es un amor correspondido. Como comenzara Lucas hace cosa de un año, a Gab también le ha dado por imitarme, y constantemente pide que le quiten las «papas», que traducido al román paladino viene a significar zapatos. Normalmente para desesperación de su madre, que mal que bien sobrelleva que su marido sea gilipollas, pero no se resigna a que los niños (¿¡es que nadie piensa en los niños!?) corran la misma suerte.

¿Y tú a quién quieres más, Gab, a mamá o a papá?

Pero este fin de semana se conoce que la pillamos con la guardia baja, porque no sólo no protestó mientras paseábamos descalzos de la manita, sino que nos echó una foto bien chula. Tanto que, a pesar del asco que le da la idea de pisar sobre los vómitos, pises y cacas resecos de mil guiris y perros sarnosos, se empeñó en repetir la instantánea con ella y la enana de protagonistas…

¡Yoyalodije!

septiembre 24, 2010

Una escueta nota informativa dirigida a todos los agoreros y profetas del infortunio ajeno, así como a sus señoras madres, que son unas santas a pesar de ser ellos unos hijos de puta, para hacerles saber que el pasado jueves, 9 de septiembre de 2.010, el destino tuvo a bien dejar de posponer lo inevitable, y pisé un cristal mientras paseaba descalzo por la calle.

¡Si es que hay que ser gilipollas!

Lamento eso sí comunicarles igualmente que, en contra de los sinceros deseos que no dudo albergaban, el suceso se saldó con poco más de una semana de bien merecido descanso: ni tétanos, ni gangrena, ni ébola, ni ninguna otra de las horribles infecciones de las que mi falta de juicio me hace merecedor. Aunque con la media hora de la enfermera hurgándome con la aguja y las pinzas hubieran ustedes disfrutado, la verdad sea dicha.

Reciban sin más el testimonio de mi consideración más distinguida, así como mi declarada esperanza de que les agarre un buen dolor de huevos.

Descalzos por el parque

junio 17, 2010

Lo normal es que a uno le lleven los demonios porque sus hijos hacen lo que les da la gana, y no lo que uno, sabiamente, ha dictaminado es lo mejor para ellos: acábate la sopa; siéntate bien; recoge los juguetes… Lo típico, vamos. Sin embargo a mí el otro día me entró un vértigo existencial al comprobar las cosas que los hijos hacen, sin que tú se lo pidas, porque resulta que los jodíos realmente te admiran y quieren ser como tú.

Y es que este fin de semana hemos estado en Madrid, a ver a los abuelitos y demás familia mesetaria. Todo ello en el marco de los fastos del trigésimo octavo aniversario de mi nacimiento. Entre otras cuantas cosas, pasamos la tarde del domingo en el parque Juan Carlos I.

Pisa, castaño, pisa con garbo...

No sé muy bien cómo se lió la cosa, pero ya que estábamos tirados en la hierba viendo volar las cometas, me quité los zapatos. Y al rato Lucas se los quitó también. No nos los volvimos a poner hasta mucho después, a punto de volver a casa. Bajo sus tiernos piececitos pasaron hierba, piedra, enrejados de desagüe, guijarros, tierra, asfalto, arena, madera, cemento, hierbajos… Caminó, corrió, saltó y trepó, disfrutando de las cosquillitas que le hacían los pies, mientras desdeñaba estoico las admoniciones de sus abuelos sobre afilados cristales al acecho. Digno hijo de su padre, sin duda.