Hace un par de noches, leyéndole a Gabriela un cuento a ver si tenía a bien dormirse, nos encontramos con un dibujo en el que el dueño del gato con botas besaba a la princesa con la que se iba a casar. Oír la palabra «princesa», plantar su regordete índice sobre la susodicha y soltar un «nena» (que es como se refiere ella a sí misma) fue todo uno. Luego señaló al muchacho a punto de pegar el gran braguetazo, y mirándome a los ojos me deshizo como un azucarillo en agua caliente musitando «papi».
Efectivamente, su papi bebe los vientos por ella, así que ella hace con su papi lo que le da la real gana. Pero no se lo tengo muy en cuenta, porque me consta que es un amor correspondido. Como comenzara Lucas hace cosa de un año, a Gab también le ha dado por imitarme, y constantemente pide que le quiten las «papas», que traducido al román paladino viene a significar zapatos. Normalmente para desesperación de su madre, que mal que bien sobrelleva que su marido sea gilipollas, pero no se resigna a que los niños (¿¡es que nadie piensa en los niños!?) corran la misma suerte.
Pero este fin de semana se conoce que la pillamos con la guardia baja, porque no sólo no protestó mientras paseábamos descalzos de la manita, sino que nos echó una foto bien chula. Tanto que, a pesar del asco que le da la idea de pisar sobre los vómitos, pises y cacas resecos de mil guiris y perros sarnosos, se empeñó en repetir la instantánea con ella y la enana de protagonistas…