El lunes me sentí Lou Reed, abandonando la comodidad de su loft en Ludlow Street, cruzando todo Manhattan hasta Harlem, apostándose en el cruce de Lexington con la 125, sintiéndose enfermo y sucio, más vivo que muerto, y waiting for the man, para comprarle 26 pavos de deliciosa y nutritiva heroína…
Aunque ya que estoy de revival musical, igual la cosa es más como Mother’s Little Helper, esa canción de los Rolling Stones dedicada a todas las señoras de mediana edad enganchadas a los ansiolíticos…
De vuelta al mundo real, la cosa es que mis putos lumbares volvieron a darme guerra. Se conoce que lo bien que se me dio en Malgrat me sorbió el seso, y durante la semana subsiguiente se me fue de las manos lo de correr. Llegados al sábado, tenía alguna molestia aislada en la espalda, que el domingo se volvió insistente, y para el lunes frisaba en lo insoportable. Abandonada a su suerte, la cosa acababa conmigo postrado en cama sin poder moverme para el miércoles, jueves a más tardar.
Así que como mis lumbares y yo ya nos vamos conociendo, nos plantamos en urgencias, a repetir el mismo paripé de tantas veces: «Me duele aquí, doctor… No, el dolor no radía a las piernas… Ajá, reposo, antiinflamatorios, relajantes musculares y en una semana como nuevo… Una cosita más, doctor… Esa primera dosis de Voltarén, ¿no podría usted pinchármela?» Es decir, que fui al médico a conseguir una receta de benzodiazepinas, como las mamás de los rolling, y a que my man me inyectara mi dosis de delicoso y nutritivo diclofenaco sódico, como Lou…